Todo comienza alrededor de la década de los setentas del siglo pasado: lo que ahora se conoce como la colonia Hidalgo en el Ajusco Medio era una zona enteramente ejidal y conformada por haciendas, cuyas principales actividades económicas eran la ganadería y agricultura de bajo impacto. ¿De bajo impacto? Sí. Porque al ser una zona muy pedregosa (el principal tipo de suelo era roca volcánica y en algunos espacios de la colonia todavía se aprecia) era muy difícil la siembra, por lo que esta actividad se reducía a unas cuantas plantas de fácil cosecha y productos que no necesitaran demasiada atención: quelites, jocoyol, nopales, etc. Dentro de la misma zona no era difícil encontrar la más diversa flora y fauna que se pueda imaginar: árboles de capulín, árboles de “cepillos”, de “perlas” (un tipo de frutos que daba el árbol en cuestión), animales silvestres como ardillas, conejos, zorrillos y hasta mapaches; al mismo tiempo que era de lo más común toparse con vacas, gallinas, cerdos y, en general, animales de crianza que eran parte importante tanto para las comunidades ya hacinadas como para los nuevos habitantes de este exótico espacio. Todo un ecosistema dentro de lo que hoy reconocemos como ciudad.

A pesar de las expectativas, la realidad sobre los primeros años de la colonia Hidalgo nos remite a reconocer las carencias por las que atravesaba la comunidad en su conjunto. Uno de los ejemplos más claros está en entender que, debido a las condiciones poco favorables para la agricultura, su principal consecuencia fue que los ejidatarios se vieron orillados a vender sus terrenos. De una u otra forma, la necesidad se hacía presente. La única condición que pusieron los ejidatarios al vender sus tierras, fue que el espacio de lo que hoy conocemos como “Parque Morelos” se quedará justo así, como un espacio de convivencia y recreación; como un parque que sirviera para todos los niños que ahí llegarían, que aquí vivirían un sinfín de aventuras. Esta decisión bien puede considerarse como la responsable de crear el primer espacio común para los nuevos colonos. Al día de hoy, esta decisión tiene una transcendencia realmente valiosa, pues gracias a ella, hoy se puede disfrutar de un espacio sumamente agradable, una alberca, un centro cultural comunitario y una ciberescuela.

Pero retomando la historia de los ejidatarios y sus tierras, se sabe muy bien por todos en la colonia y sus alrededores que la venta se dio principalmente a gente externa, es decir: personas provenientes de otros estados de la República Mexicana que tenían la intención de adquirir un terreno en dónde comenzar una nueva vida, una nueva historia. Cubrir la necesidad de un techo.

En un principio las casas de estos nuevos personajes se hacían con cartón, sin pavimentos o concretos firmes que sostuvieran los primeros pasos de sus habitantes. Mucho menos hablar de luz. En general los servicios básicos eran nulos, pero las ganas de salir adelante, muchas. Es durante este periodo que las labores diarias de nuestra vida eran muy diferentes a como las llevamos a cabo hoy en día. Algunos de los ejemplos más representativos que nos comparten los habitantes de la Miguel Hidalgo son: en aquel entonces se cocinaba con leña y la comida adquiría otro sabor –proceso muy diferente y por demás artesanal a nuestra época, en donde basta con tener un encendedor o fósforos para prender la estufa si es que no se cuenta con lamás moderna de funcionamiento eléctrico–, la leche bronca (aquella que no pasa por el proceso de pasteurización) era otro de los insumos diarios que se adquirían gracias a las haciendas que persistían aún en aquellos años. Otro de los ejemplos que más sorprende, es el que se relaciona con el consumo de tortilla de maíz (componente esencial en la dieta del mexicano) pues para poder adquirirlas se tenía que recorrer un sinuoso trayecto que obligaba –sobre todo a las mujeres– a cruzar la zona boscosa para llegar a la siguiente comunidad (la colonia que hoy es conocida como Fuentes Brotantes) y así poder comprar el producto hecho o, en su defecto, la materia prima para su elaboración. Todo un viaje.

Otro de los elementos que más provocan encuentro de memorias e historias en esta colonia capitalina es el tema del agua. Este líquido vital para el ser humano (elemento básico para el surgimiento de las más grandes civilizaciones del mundo) era escaso o casi inexistente en aquel momento para los colonos; de la misma forma que el drenaje, pues no existía un sistema de entubamiento o algo parecido. Pero, a pesar de tales situaciones, el ingenio es algo que caracteriza al mexicano, y por supuesto que los recién llegados habitantes de la naciente colonia Hidalgo sabían muy bien cómo sobrellevar el problema del agua: lo que se necesitaba eran burros, caballos, cubetas y mucho empeño -además de la cantidad de un peso de aquel entonces- para ir a comprar el tan preciado líquido a las orillas de la avenida principal: la hoy mundialmente conocida avenida Insurgentes.

Sin embargo, al paso de los años esta primera solución se vio sustituida por una nueva y más sencilla forma de conseguir este insumo: la distribución comenzaba a hacerse por medio de pipas que llegaban hasta la colonia Hidalgo y, por supuesto, el ingenio surgió de nueva cuenta para arreglar el asunto de la repartición. Dentro del imaginario de esta colonia están muy presentes los denominados “tambos de colores”, que no son otra cosa sino –literalmente– tambos de metal de más de 100 litros de capacidad en los que las pipas depositaban el agua y, de común acuerdo, se repartía según el color del tambo que se llenaba. Cada cuadra era un color diferente y así no cabía la confusión.

Por: Iván Anduaga